lunes, 23 de julio de 2012

Ilusiones perdidas


Reposaba apenas sobre la superficie del agua. 

En el estanque de la fuente de aquel jardín, el globo se mecía adelante y atrás, según las ondas del agua lo llevaban. Su cuerda, rota pero impidiendo aún que escapase el aire de su interior, y liada en algún obstáculo del fondo, lo mantenían prisionero sin dejarle apenas moverse. Allí había quedado, lo suficientemente cerca de la orilla como para ver que seguía ahí, pero lo suficientemente lejos como para que cualquier esfuerzo por recuperarlo resultara inútil.

Y más, para las manos del niño que tuvo que perderlo.

Imagino la cara del que perdió aquel globo.

Tal vez recibiera el consuelo de una pobre abuela que incapaz como el niño,  apenas pudo hacer nada por el globo, y si acaso acertase a consolar con caricias y besos las lágrimas de su nieto.
O tal vez recibiera la reprimenda de una madre, apresurada y sudorosa, que empujando un carro cargado de bolsas y quién sabe si de un hermano, se afanase en llegar a la parada del bus que partía.
Peor aún, imagino tuviera que aguantar las risas y burlas de otros niños, crueles como sólo los niños saben serlo, ante la inconsolable pena deshecha en lágrimas del exdueño del globo. Su ilusión de aquella tarde. Su ilusión perdida irremediablemente en el lejano horizonte de las tranquilas pero traicioneras aguas del estanque de una fuente urbana.

Todos hemos puesto alguna vez una cara parecida a la que tuvo que poner ese niño. Todos hemos perdido el objeto de alguna ilusión. O peor aún, la ilusión misma. Y todos sentimos tarde o temprano, el sabor amargo de una ilusión perdida.

Lo peor no es eso. Lo peor es que eso te ocurra cuando ya no eres un niño. Y ni siquiera tienes ya a  una abuela que calme tu llanto.