domingo, 17 de abril de 2016

Cuernos de caracol


Nunca me han gustado los caracoles. Creo que son principalmente sus babas lo que de pequeño me resultaba más asqueroso, pero también esa forma que tiene su cuerpo de constreñirse y reducirse mientras muta en una masa informe que poco a poco empequeñece y se va ocultando hasta desaparecer en el interior de su concha. Además, uno, se esforzaba en, venciendo sus ascos, hacer acopio de una mezcla de valor y ternura y situar al caracol sobre la palma de su mano. Al molusco, por lo general, le faltaba tiempo para, en un gesto insolente y despreciativo, ocultarse en su fortaleza cálcica.
Por no hablar de lo siniestro del movimiento de esos ojillos suyos, ínfimos puntitos negros al final de sus cuernecillos tentaculares. De pequeño, y a la vista de que cogerlos no era algo en lo que les gustara colaborar, me ocupaba como desagravio en rozar sucesivamente sus ojos y comprobar cómo una y otra vez, se retraían. Alternativamente, primero uno, y, no habiendo acabado de hacerlo por completo, tocaba el otro. A su vez éste se empequeñecía embutiéndose sobre sí mismo mientras que, oh, sorpresa, el otro iba a la par recuperando su extensión completa. Así iba tocando suavemente uno y otro ojo, al final de sus tentáculos –que todos hemos llamado cuernos alguna vez–, hasta que harto de mí, el caracol decidía que el juego (mí juego) había terminado y se escondía entero para no salir en un buen rato. Mi paciencia se acababa, y no fueron pocos los caracoles que, ante tamaña insolencia, pagaron cara, carísima su irreverente indiferencia... 
Sin duda hete aquí otro de los motivos por los que arderé en el infierno.

Hoy en día siguen sin gustarme, tampoco y ni siquiera cocinados, pero al menos, no me divierto ya con aquella infame tortura. Esta vez, a lo sumo preparo mi cámara y les digo cariñosamente: –quieto, no vayas a salir movido. Aunque lo peor es decidir sobre cual de los dos ojos hago foco... 
¿Sería mejor tocar uno de ellos y despejar la duda...?