Llegan en bandadas y, de pronto, sorprenden en los oidos sus chirriantes llamadas. Rasgan el aire con sus guturales griterios. El calor llega para quedarse, y estos veloces y elegantes pobladores de los cielos de primavera alegran mi espíritu y me devuelven algo salvaje y profundo, algo que me conecta más aún con raices eternas, casi olvidadas.
De todos los sabidos episodios que marcan en la memoria las estaciones y los tiempos, los años y los recuerdos, estos son de los más simples y de los que más emoción despiertan en mis sentidos.
En ciudades y pueblos, surcando como saetas negras la inmensidad del azul y las nubes, su aguda y estilizada silueta dibuja en el aire todas y cada una de las leyes de la aerodinámica, haciendo gala de un dominio de su medio sólo al alcance de unos pocos elegidos.
Este año en cambio, mezclada a la alegría inmensa de oir y sentir su presencia en el cielo de los días y las tardes primaverales, traen a mi memoria sin saber porqué la dolorosa certeza de una ausencia.
Mirando a los oscuros vencejos sé que él me mira tranquilo desde algún jirón de aquellas nubes lejanas.