Hoy he salido a pasear un rato y he visto que
Valencia rebosaba gente por los cuatro costados. La ciudad no es muy grande, y
el casco antiguo es un auténtico hervidero. Las fallas están en las calles, y
las calles llenas de personas. Y las personas llenas de móviles. Y los móviles
se han convertido en una auténtica necesidad para calmar los narcisismos. Para
satisfacer al propio ego. Para anunciar a todos que estamos, y que estamos ahí.
O allá. O aquí.
Esta buena mujer, solitaria ella, llegó sin
demasiados ambages móvil en mano, levantándolo mientras lo miraba en una
postura cercana a la luxación cervical. Su interés se centraba en buscar su
propia cara dentro de la dichosa pantallita, y en enmarcarla contra un fondo
adecuado, vaya usted a saber cuál. Movía bizarramente su brazo y rebuscaba el
ángulo concreto, convertida la pantalla del teléfono en retrovisor de la
realidad que compartíamos, que por otra parte, ignoraba con desvergüenza y
despreocupación apabullante. Menos mal que el tráfico estaba restringido.
Trataba de aderezar la toma con la consabida guinda que, cómo no, había de ser
ella misma. Es lo que tienen los selfis...
Ocupaba yo un exiguo rincón de la acera, pegado a
la pared y sin molestar a nadie, a la espera de las sorpresas que sin
duda me aguardaban entre la muchedumbre, y justo entonces fue que esta señora
se posó, sí, cual abeja en busca de su néctar, a escasos tres palmos de mi
cara.
Invisible no soy, ni transparente, y ante la
insolente amenaza de su brazo cercano a mi parietal, me defendí encarando mi
cámara y apuntándole directamente entre ceja y ceja. A decir verdad, no traté
de disuadirla ni de impedir lo que quiera que hiciera, y como en efecto no
desistió en el empeño de hacer uso de su disparador, sólo me cupo la opción de
defenderme, y disparar... Darle, le di.
¿Gané?
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