miércoles, 21 de marzo de 2012

El último pasodoble


El último día de las fallas del 2012, la noche de San José. El último día del invierno.
La trompeta, más fallera que nunca, tiñe con sus alegres notas y acompasa el ritmo de las llamas, que van consumiendo en una danza imparable la madera, y el cartón piedra, (y el poliespán, por desgracia), de los monumentos más efímeros de la cultura de un pueblo, el valenciano, que esa noche quema mucho más que todo eso.
En la noche, y rodeado de cientos de iguales, miro el fuego y pienso en todo lo que en el fondo, tanta falta nos hace. Pienso en muchas cosas que están o no esa noche chisporroteando entre las llamas.
Pienso en él, en mi hijo, el que acuna entre sus manos jóvenes y fuertes ese pedazo de metal lacado, y aprieta sus labios contar la boquilla, caliente a esas alturas, fría en su estuche de cuero. Pienso en la música que consigue emitir desde la campana de su trompeta, en las notas que emitía la trompa de mi padre en aquella tardes en casa, mientras estudiaba y ensayaba para dar lo mejor de sí mismo.
Pienso en cómo la vida y el azar, el destino de cada uno de nosotros ha hecho que yo sea incapaz de entender qué son los garabatos que se enredan en los pentagramas, y cómo él, mi hijo, ha conseguido que sea un lenguaje común con su abuelo, mi padre.
Me enorgullezco de ambos. Y ambos ocupan en mi vida ese lugar que sólo un padre y un hijo ocupan. 
Y yo, padre e hijo a la vez, agradezco al fuego que, cada 19 de Marzo, me ayude a pensar en cosas como esta.

Por mi parte, sólo sé apuntar el visor de mi cámara hacia las cosas que me importan, y tratar de ver a través de ella las cosas como a mí me gusta que sean, más allá de que sean lo que son.

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