Una cámara de fotos es una máquina del tiempo. En especial las más antiguas. Las que se tienen ese toque clásico que tanto gusta
ahora. Llevan más tiempo entre nosotros. Así ha de ser.
La
cámara fotográfica se alimenta de tiempo, lo captura, lo engulle, lo
digiere y convierte el instante efímero en momento eterno.
Sobrevive a los ingenieros que la diseñaron. Sobrevive a las manos
que ensamblaron sus piezas. También a los ojos que escrutaron los
momentos y la historia a través de su visor. Sobrevive a las
vidas de quienes fueron sus dueños. Suma en sus rincones todos los
kilómetros de todos los viajes a los que fue llevada. Acumula en su
memoria todos los recuerdos que retuvo tras cada clik de su
corazón. También traspasa fronteras y va acumulando sobre su cuerpo
de metal, piel o plástico, las huellas de todas las manos que la
acariciaron, y todas las cosas que vió a través de su único
ojo de cristal.
La cámara de fotos, fiel testigo del tiempo pasado, llega a nuestras manos tras contar a otros mil historias de mil vidas.
La
cámara de fotos le contará al futuro quienes fuimos. Hablará de nosotros
a aquellos a los que ni siquiera conoceremos. Como una
espectral y oscura memoria y sin tener consciencia de ello,
legaremos gracias a nuestras cámaras, parte de nuestra vidas, porque con
ella las fotografiamos ahora. No hará falta que nuestras fotos
aparezcan en cajones en tiempos lejanos, no. Bastará que a nuestras
cámaras las manejen otras manos, unas que ni siquiera conoceremos, unas
que ni siquiera existan hoy.
Las cámaras de fotos son máquinas del tiempo.
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