miércoles, 9 de julio de 2014

Quién fuera...

…periquito.

Le miro a través de los barrotes de su jaula.
Lleva con nosotros algunos años, no hace falta recordar cuántos, y no porque sean pocos ni demasiados, es simplemente porque no acostumbro a recordar ese tipo de cosas, como no recuerdo tantas otras. En cambio mientras le observo sí vienen a mi memoria otros momentos, otras vivencias que casi parecen otras vidas pero que sin embargo son parte de la mía.

Recuerdo a mis hijos cuando eran más pequeños. Una época no tan lejana en la que el periquito acababa de llegar a casa y "amaestrarle" era uno de sus mayores entretenimientos. Me recuerdo a mí mismo en un tiempo en el que el explicarles tantas cosas, incluido el proceso de domesticación de un periquito, era algo que podía hacer por ellos y algo que ellos esperaban de mí.
Vienen a mí todos esos momentos mientras observo la mirada despierta, al tiempo que extrañamente ininteligible de mi periquito, y me pregunto por sus recuerdos. Eso me ayuda a mitigar un poco al menos, el regusto triste que me han provocado los míos.

Así que olvido de nuevo aquel pasado y me planteo qué será capaz de almacenar el animalito en su memoria. Qué tipo de recuerdos es capaz de guardar su minúsculo cerebro, o en qué oculto rincón de sus micro circunvoluciones cerebrales tendrá lugar quien sabe qué extraño proceso neuronal… ¿él me recuerda mientras le miro y me mira? ¿Me conoce? O mejor, ¿qué piensa de mí…? ¿Recuerda cómo le privé de la comida hasta que conseguí que comiera de mi mano? ¿Me guardará rencor por ello? ¿Desearía acabar conmigo si su pico fuera grande y poderoso como el de un águila real? ¿Sabe, intuye o imagina qué es lo que hago mientras le apunto con un objeto extraño, de un sólo ojo, negro y metálico, que además no deja de emitir chasquiditos?

Hay días, bastantes, en los que sincera y desgraciadamente envidio su tranquila y apacible vida enjaulada. Envidio la simplicidad y sencillez de su mundo de barrotes y mijo. Envidio la honestidad de sus días y cómo se enajena, feliz en apariencia, golpeando con su pico en salvaje frenesí los cascabeles con los que adorné su jaula. Envidio su inquieta mirada cuando sigue con sus ojillos los movimientos de los gorriones, esos que picotean en el suelo del balcón hasta el último resto de la comida que él siempre deja caer. Pero lo peor no es eso.
Lo peor es que hasta envidio a veces el mismísimo tamaño de su cerebro.

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