domingo, 29 de diciembre de 2013

La libreta de dios

Siempre se ha dicho eso de que "Dios escribe recto, con renglones torcidos".

Paradoja de tres pares de narices, no como refrán, que bien es sabido, de estos se dice eso de que son perlas de sabiduría. Absurdo su concepto, pues presupone de entrada la existencia de algo que, más bien y de existir, lo hace en y por la fe de quienes profesan una religión. Sea la que sea.
En cualquier caso y mirando al cielo esa mañana fría de diciembre cercana a la navidad, fue para mí imposible el no fijarme en la llamativa disposición de las nubes, su forma de trazar sobre el azul del cielo aquella extraña falsilla, y que trajo a mi mente esos renglones torcidos de dios...

Digo yo que dios no ha de escribir, ni con renglones torcidos ni de ninguna otra forma, que para eso el ser supremo no necesita apuntar nada, y sí en cambio y de un tirón, dicta sus máximas y leyes por pura inspiración... Divina. Y porque de hacerlo, además, ¿Cómo demonios va a ser posible esa estupidez de la rectitud dentro de la torcedura? ¿Qué idea imposible es esa? Como todos supongo que mi interpretación de esas palabras tiende a explicar lo inimaginable e impredecible de los designios del divino. Más aún, lo rematadamente intrincados que han de ser estos, lo mal que lo hemos de pasar, por imperativo de los mandatos del hacedor, merced a esos sus designios, para, tras un tortuoso peregrinaje por los torcidos renglones de las leyes del altísimo, acabar consiguiendo con más sudor y lágrimas que otra cosa, nuestros sueños, rastreros las más de las veces, siempre pequeños, de mortales insignificantes y pecadores irredentos.

Sea lo que sea lo que consigamos hacer de nuestras vidas, dudo mucho que hubiera nadie, por muy dios que fuese, que deba previamente escribir el argumento que darán nuestros pasos. Ni renglones torcidos ni milongas de esa índole. Nuestras vidas son lo que las leyes de la física y la matemática, la química y la biología, van haciendo que sean. Porque hasta la más baja de nuestras pasiones, y el más rotundo de nuestros fracasos, y, cómo no, el más aclamado de nuestros éxitos son y serán por cosas que nada tiene que ver con los designios de nadie. Faltaría más.

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