viernes, 13 de diciembre de 2013

La playa en una mañana tranquila de otoño


Una mañana junto al mar. Sin más. 
Las olas llegan a la playa y se dejan morir, como ballenas perdidas. Languidecen, se apagan sin apenas romper, a escasos metros de una orilla desierta, donde los restos de algas y moluscos muertos arrastrados por mareas pasadas se pudren al sol. 
Pasear en una mañana de otoño, ya casi de invierno. No hay bañistas ni toallas ni parasoles ni niños corriendo con balones. No hay raquetas, pelotas ni discos que vuelan. No hay sombrillas ni sillas ni papeleras desbordadas de latas y papeles y restos de comidas de fiesta. No hay bullicio ni risas ni gritos. El compás pausado y melancólico. El flujo y reflujo de la masa de agua viniendo y marchando, acariciando y lamiendo la costa. Jugando eterna e inmutable a llegar y partir, a tomar y a dejar la playa. En un asalto infinito a la tierra que baña. En un impotente intento de llegar para quedarse, porque nunca se queda la ola si no apenas segundos, mientras se funde de nuevo en su mundo acuático y salado.
Frontera franca de sueños y naufragios. Frontera donde dejar pasear la mirada y perder la conciencia y dejar volar el pensamiento y la desesperanza. Y perderse y hundirse en un horizonte incierto y vacio. Completo y diáfano en su nada. La calima inunda su infinito de promesas no imaginadas, de respuestas a preguntas no formuladas. Y la linea se desdibujan y tan sólo se intuye mientras uno piensa, ante la inmensidad de tanta nada en ese todo que aplasta.

La mar y su latido, la brisa y la distancia al horizonte y la mirada y nada nunca y siempre la nada.

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